toda la vida las mismas necedades
textos del sinsentido
HAMM: ¡Ayer! ¿Qué quiere decir eso? ¡Ayer!
CLOV: (con violencia): Quiere decir maldito sea. Uso las palabras que me has enseñado. Si ya no quieren decir nada, enséñame otras. O deja que me calle.
Pausa.
HAMM: Conocí a un loco que creía que había llegado el fin del mundo. Pintaba. Yo lo estimaba mucho. Iba a verlo al asilo. Lo tomaba por la mano y lo llevaba a la ventana. ¡Mira! ¡Allí! ¡Todo ese trigo que crece! ¡Y allí! ¡Mira! Las velas de los pescadores de sardinas. ¡Cuánta belleza! (Pausa.) Él retiraba la mano y volvía a su rincón. Espantado. No había visto más que cenizas. (Pausa.) Sólo él había sido preservado. (Pausa.) Olvidado. (Pausa.) Parece que el caso no es… no era tan… tan raro.
CLOV: ¿Un loco? ¿Cuándo?
HAMM: ¡Ah! ¡Hace tiempo! ¡Hace tiempo! Todavía no habías venido al mundo.
CLOV: ¡Qué época hermosa!
Pausa. Hamm se quita el solideo.
HAMM: Lo quería mucho. (Pausa. Se pone el solideo. Pausa.) Era pintor.
CLOV: Hay tantas cosas terribles.
HAMM: No, no, ya no hay tantas. (Pausa.) Clov.
CLOV: Sí.
HAMM: ¿No te parece que esto ha durado demasiado?
CLOV: ¡Sí! (Pausa.) ¿Qué?
HAMM: Esto… esto…
CLOV: Siempre lo pensé. (Pausa.) ¿Tú no?
HAMM (triste): Entonces es un día como los otros.
CLOV: Mientras dure. (Pausa.) Toda la vida las mismas necedades.
En todo caso, es un lugar sin misterio, la magia lo ha abandonado, al encontrarlo sin misterio. Y aunque no voy a visitarlo de muy buena gana, quizá voy allí más a gusto que a otra parte, asombrado y tranquilo, iba a decir como en un sueño, pero no es esto, no es esto. Pero no es uno de esos lugares a los que uno va, sino que uno se encuentra en ellos, a veces sin saber cómo, sin ningún placer, y sin poder marcharse cuando uno quiere, pero quizá con menos molestia que en otros sitios de los que es posible alejarse a poco que uno se tome el trabajo, parajes misteriosos, poblados con los misterios habituales. Escucho y me oigo dictar un mundo paralizado en el momento de perder el equilibrio, bajo una luz débil y tranquila sin más, suficiente para ver, ustedes comprenderán, y también paralizada. Y oigo murmurar que todo se dobla y cae, como bajo una pesada carga, pero aquí no hay carga, y también el Sol, poco adecuado para llevar cargas, y también la luz, hacia un final que parece que no va a llegar nunca. Porque ¿qué fin podrían tener estas soledades donde nunca hubo verdadera claridad, ni equilibrio, ni simple tierra firme, sino perpetuamente estos objetos pendientes deslizándose en un derrumbamiento sin fin, bajo un cielo sin recuerdo de alborada ni esperanza de atardecer? Digo estos objetos, pero ¿qué objetos, venidos de dónde, formados de qué sustancia? Y parece que aquí nada se mueve, ni se ha movido nunca, ni se moverá nunca, salvo yo, que tampoco me muevo cuando estoy ahí, sino que miro y me hago ver. Sí, es un mundo acabado, pese a las apariencias, su fin le dio origen, empezó al acabar, ¿me expreso con bastante claridad? Y yo también estoy acabado, cuando me encuentro ahí, se me cierran los ojos, cesan mis sufrimientos y termino, doblado como no pueden hacerlo los vivos.
—Soy un pobre hombre, Majestad…. —empezó a decir el Sombrerero en voz temblorosa—y no había empezado aún a tomar el té… no debe hacer siquiera una semana… y las rebanadas de pan con mantequilla se hacían cada vez más delgadas… y el titileo del té…
—El titileo de qué —preguntó el Rey.
—El titileo empezó con el té —contestó el Sombrerero.
—¡Querrás decir que titileo empieza con la T! —replicó el Rey con aspereza—. ¿Crees que no sé ortografía? ¡Sigue!
—Soy un pobre hombre… —siguió el Sombrerero— y otras cosas empezaron a titilar después de aquello… pero la Liebre de Marzo dijo…
—¡Yo no dije eso! —se apresuró a interrumpirle la Liebre de Marzo.
—¡Lo dijiste! —gritó el Sombrerero.
—¡Lo niego! —dijo la Liebre de Marzo.
—Ella lo niega —dijo el Rey—. Tachad esta parte.
—Bueno, en cualquier caso, el Lirón dijo… —siguió el Sombrerero, y miró ansioso a su alrededor, para ver si el Lirón también lo negaba, pero el Lirón no negó nada, porque estaba profundamente dormido—. Después de esto —continuó el Sombrerero—, cogí un poco más de pan con mantequilla…
—Pero ¿qué fue lo que dijo el Lirón? —preguntó uno de los miembros del jurado.
—De eso no puedo acordarme —dijo el Sombrerero.
—Tienes que acordarte —subrayó el Rey—, o haré que te ejecuten.
El desgraciado Sombrerero dejó caer la taza de té y el pan con mantequilla, y cayó de rodillas.
—Soy un pobre hombre, Majestad —empezó.
—Lo que eres es un pobre orador —dijo sarcásticamente el Rey.
Al llegar a este punto uno de los conejillos de indias empezó a aplaudir, y fue inmediatamente reprimido por los ujieres de la corte. (Como eso de “reprimir” puede resultar difícil de entender, voy a explicar con exactitud lo que pasó. Los ujieres tenían un gran saco de lona, cuya boca se cerraba con una cuerda: dentro de este saco metieron al conejillo de indias, la cabeza por delante, y después se sentaron encima).
—Me alegro muchísimo de haber visto esto —se dijo Alicia—. Estoy harte de leer en los periódicos que, al final de un juicio, “estalló una salva de aplaudidos, que fue inmediatamente reprimida por los ujieres de la sala”, y nunca comprendí hasta ahora lo que querían decir.
—Si esto es todo lo que sabes del caso, ya puedes bajar del estrado —siguió diciendo el Rey.
—No puedo bajar más abajo —dijo el Sombrerero—, porque ya estoy en el mismísimo suelo.
—Entonces puedes sentarte —replicó el Rey.
Al llegar a este punto el otro conejillo de indias empezó a aplaudir, y fue también reprimido.
—¡Vaya, con eso acaban los conejillos de indias! —se dijo Alicia—. Me parece que todo irá mejor sin ellos.
—Preferiría terminar de tomar el té —dijo el Sombrerero, lanzando una mirada inquieta hacia la Reina que estaba leyendo la lista de cantantes.
—Puedes irte —dijo el Rey. Y el Sombrerero salió volando de la sala, sin esperar siquiera el tiempo suficiente para ponerse los zapatos.
—Y al salir que le corten la cabeza —añadió la Reina, dirigiéndose a uno de los ujieres.
Pero el Sombrerero se había perdido de vista, antes de que el ujier pudiera llegar a la puerta de la sala.
Pero he sentido tantas cosas extrañas y seguramente infundadas que quizá valdría más silenciarlas. Por ejemplo, hablar de esos períodos en que me licúo y me vuelvo barro, ¿de qué serviría? ¿O de aquellos otros en que cabría por el ojo de una aguja, tan endurecido y encogido estoy? No, eso son agradables tentativas que en nada cambian el asunto. Estaba hablando de mis pequeñas distracciones e iba a decir, creo, que haría mejor contentándome con ellas que lanzándome a esas historias disparatadas de vida y muerte, suponiendo que se trate de eso, y creo que sí, ya que nunca se ha tratado de otra cosa, que yo recuerde. Pero decir en qué se resuelven exactamente, me sería imposible, por el momento. Son imprecisas, vida y muerte. He debido tener mis nociones, al empezar, o no habría empezado, me habría quedado tranquilo, hubiera seguido tan tranquilo aburriéndome mortalmente, jugando con conos y cilindros por ejemplo, con los granos de mijo de los pájaros y otros panizos, esperando que alguien se tome la molestia de venir a tomarme las medidas para el ataúd. Se me ha ido de la cabeza mi pequeña idea. Pero no importa, acabo de tener otra. Quizá sea la misma, tanto se parecen las ideas cuando se las conoce. Nacer, he aquí mi actual idea, es decir, vivir el tiempo suficiente para saber qué es el gas carbónico libre, y luego dar las gracias. Ése siempre ha sido, en el fondo, mi sueño. Todas las cosas que siempre han sido, en el fondo, mi sueño. Tantas cuerdas y nunca una flecha. No hace falta la memoria.
En la Antibiblia, George lee al vesre la historia del hijo de Dios. El hijo de Dios entra a la tumba caminando para atrás, envuelto en una luz gloriosa. Sale tres días más tarde con cara de muerte. Por la noche Dios lo escucha decirle cosas desde abajo y ve que lo desclavan de una cruz. Siente pena por su hijo y le prepara festines en olivares a los que Dios invita prostitutas. Lo conduce a bodas donde abunda el vino, pero de pronto se acaba y solo hay agua y Dios le dice a su hijo que abandone Jerusalén. La gente de la ciudad guarda ramos y hojas de palmas en sus casas y el niño habla con filósofos en templos, pero más tarde se hace ignorante y trabaja de carpintero. Después, Dios lo reduce y lo guarda en la barriga de su madre y más tarde lo desmaterializa y lo recibe a su diestra en el reino de los cielos, como deberían hacer todos los padres, piensa George, en vez de andar hincándoles lanzas en el costado y coronas de espinas en la cabeza que a sus hijos les tomará una vida desclavarse. Raymunda lo ve leer y caminar para atrás hasta el dormitorio, disertando como un profesor peripatético, pero en retroceso, como Setracós, el filósofo griego que era Sócrates al revés. George entra al dormitorio andando hacia atrás y Raymunda entra después. Mi pequeño George, piensa: sos un nene. Qué bueno que encontraste un libro que te da un poco de paz o al menos te entretiene (…). Se quita la blusa. Pero tené cuidado, lindo George, tené cuidado porque la religión es el opio del pueblo, dice, quitándose el bluejean. George se quita los borceguíes y las medias. Pregunta, ¿y entonces el opio qué es?