Mi sustancia es la sustancia de Dios

Una confesión

Que yo confiese lo que estoy a punto de confesar no es debido a una culpa acumulada desde los orígenes que rebose por las fisuras del ser, ni tampoco a una necesidad de purgar mediante la palabra aquellos actos obscenos de la carne, sino únicamente a un deseo de infundir la repugnancia que no infundieron entonces, dado que todo fue realizado en el más absoluto silencio. Si hubiera que hacer una genealogía de los hechos, me remontaría a la muerte de mis padres. Su muerte no como evento traumático que determinara un desarrollo psíquico anómalo, porque era muy pequeño y no la recuerdo, sino como condición de posibilidad, pues a raíz de ello comencé a cobrar del Estado una pensión de orfandad (que, dicho sea de paso, me eximió de las responsabilidades de los niños normales). Pasé a vivir en el campo en casa de un familiar al que no le quedó más remedio que hacerse cargo de mí. Se pasaba la mayor parte del día trabajando y sus cuidados se limitaban a mantenerme con vida; en el resto de asuntos se desentendía, cosa que yo agradecí. Era una persona con la que no deseaba ningún trato, pese a ser mi principal referente de la adultez y mi cuidador más cercano. Era un hombre grosero y siempre olía a una mezcla de gasolina y tabaco. Si coincidíamos en la mesa a la hora del desayuno, comía atropelladamente y me marchaba cuanto antes para no tener que hablar con él. Para eludirle al regresar del colegio (nos llevaba y traía un bus que hacía ruta por los pueblos recogiendo los pocos niños que quedaban) me dedicaba a correr por los campos en busca de insectos y pequeñas alimañas con las que jugar: lagartijas, ranas y salamandras eran mis favoritas. Pensándolo bien, para ellas debía ser más bien una tortura, pues llevaba a cabo todo tipo de pequeños experimentos fisiológicos las veces que lograba capturarlas. Terminé por habituarme al silencio y a la soledad. Cuando cumplí dieciséis años y pude tomar decisiones por mí mismo, dejé los estudios y me compré una casa ruinosa en otro pueblo con los ahorros de la pensión. Las promesas del trabajo y la vida honrada no habían logrado cautivarme en exceso. Mis años formativos los pasé como un salvaje y por aquel entonces tenía todavía los medios para hacer lo que me viniese en gana.

Me gustan las casas viejas. La mía lo era cuando la compré y no me esforcé demasiado en cambiarlo. Me gusta el crujir de la madera, que cada tabla sea diferente a la de al lado, incluso que el suelo no sea plano del todo; la irregularidad en la colocación de las piedras, que tengan todas distinta forma y que por ello el muro sea un gran mosaico. Esta era pequeña y llevaba años sin ser habitada. El hombre que me la vendió ni siquiera había entrado, le había quedado en herencia y tal cual estaba, me la dio. Yo tampoco necesité verla por dentro, me daba igual su estado. La edificación constaba de vivienda y bodega. A esta última se accedía desde el zaguán entre la puerta principal y la puerta de la casa, unidas ambas por unos escalones de pizarra completamente desiguales. Una vez dentro, tenía una cocina comedor que conectaba con una habitación a media altura a través de unas escaleras de madera. En el otro extremo de la pieza había una puerta tan baja que hacía necesario agacharse para acceder a un bonito balcón de nogal. La casa entera estaba construida como a trozos, bloque sobre bloque, estancia sobre estancia, apiladas todas entre sí. Hicimos la transacción al momento y me entregó la llave. El hombre se fue y allí me quedé, de pie ante la pesada puerta de madera de lo que iba a ser mi hogar. Hoy, la sola contemplación de esta imagen me colma una y otra vez de un goce y una angustia inexplicables. Solo, delante de la gran puerta; ¿quién puede acceder a los secretos que hay al otro lado? Como el guardián que protege la ley y no deja entrar a ninguna persona que no sea aquella para la que la puerta fue creada, esa fue creada para mí y el guardián me acababa de liberar el paso.

Cuando entré, me encontré un gato muerto descuartizado en mitad de la cocina. La sangre se había quedado reseca e incrustada en la madera. Las cuatro extremidades se hallaban en cada esquina del tronco, en el lugar que les correspondería si no hubiesen sido arrancadas a la fuerza. Los órganos estaban en pleno proceso de descomposición. No debía llevar muchos días allí. Hedía intensamente y se mezclaba con el olor a cerrado y a polvo de la casa, que, junto con la visión del gato y de las abundantes telarañas que recubrían esquinas y techos, ejercía una violencia estremecedora en cuanto traspasabas el umbral de la puerta. Aun con todo lo repugnante y lúgubre de la escena, su imagen se apoderó de todo mi pensamiento. Mientras me iba corroyendo, arrojé con el pie el cadáver del gato al exterior, ventilé, limpié la sangre (la mancha en la madera permaneció durante mucho tiempo) y retiré las telarañas que estaban a mi alcance, aunque conservando las del techo (otra de mis aficiones de niño consistía en cazar moscas y lanzarlas a las telas de araña para alimentarlas; siempre tuve afinidad con ellas por comerse a los peores bichos). Al día siguiente, al salir a la calle, vi que el cadáver del gato había sido completamente limpiado y solo quedaban los huesos en el mismo sitio en el que los había dejado. Esto me fascinó profundamente. Había entrado en contacto directo con las fuerzas cósmicas de la limpieza.

Nunca supe quién mató al gato. No había ninguna entrada forzada ni agujeros en la construcción por los que algo pudiera colarse. Aquella ominosa presencia nunca vista, pero que estaba ahí, siempre estuvo ahí, como gobernando la casa, comenzó a introducir sus preguntas en mí. La primera de todas, evidente, fue por qué mató al gato; la segunda, cómo, y la tercera, por qué lo dejó en ese preciso lugar. Estas preguntas entraron de golpe, pero su efecto se fue desarrollando mucho más despacio. Se convirtieron en una cuestión problemática que necesitaba resolver y poco a poco me fueron transformando. Dejé de reconocerme en lo que yo había sido. Se podría decir que el asesino del gato me inoculó su propio problema, que entonces pasó a ser mío, un virus que emanaba de las paredes como un hedor místico, como el olor a incienso de las iglesias. En mi ociosa soledad, en ese pueblo en el que no conocía a nadie, estas cuestiones pasaron a ser las que ocuparon mi interés. Para poder resolverlas, tenía que pensar como los seres que habían participado en el proceso. Producción (asesinato) y consumo (limpieza). Me convertí en un verdadero empirista. Pensé que el auténtico empirismo empezaba con uno mismo. A falta de alguien a quien interrogar, yo sería el sujeto y el objeto de mi propia investigación, investigador e investigado.

Así pues, compré un saco de pienso y unas latas de sardinas para que el olor del pescado atrajera antes a mi presa. Coloqué un platito en el suelo delante de mi puerta (mi casa estaba en un callejón que solo daba acceso a esta y a varias bodegas poco utilizadas por los vecinos, así que gozaba de una relativa tranquilidad) y me puse cerca, al acecho. En todos los pueblos siempre hay una masa de gatos semisalvajes lo suficientemente dóciles como para acercarse a los humanos, que complementan interesadamente su alimentación (hay, desde siempre, una relación simbiótica entre unos y otros). No tardó en aparecer el primero. Se puso a comer, me acerqué con cautela y lo acaricié levemente. Cuando hubo comido bastante y aceptado del todo mi presencia, lo agarré del pescuezo y, colgando de mi mano como un chorizo, lo metí dentro de casa. Intenté reproducir el proceso tal y como me había imaginado que sería. Degollé al gato sobre un barreño para recoger la sangre (no quería que se desparramara por el suelo como con el primero, pues aún me regían ciertas normas morales sobre la decencia del hogar, pero quería conservar la sangre como parte del asesinato). Chilló estentóreamente y se sacudió con violencia hasta que, ya agónico, cesó por completo. Con una hachilla, sobre un pequeño tocón dispuesto en el zaguán, le corté las cuatro patas y, ahorrando todo el proceso de putrefacción, arrojé de nuevo el cadáver al exterior. En esta ocasión me quedé observando qué pasaba con los restos. En cuanto cayó la noche, apareció una masa de gatos que, sin excesiva competencia, limpiaron toda la carne hasta que solo hubo huesos una vez más. Los recogí y los guardé en una vieja alacena en la bodega.

Como segundo momento de la investigación, consumada la muerte y la limpieza, tocaba interrogarme. Lo primero que experimenté fue repugnancia y un absoluto extrañamiento de mí mismo. No había conciencia de un yo culpable porque sentía que mis actos eran producidos por una fuerza externa y lejana. Pero, en cuanto ejecutor, no cabía duda de mi culpabilidad. Al mismo tiempo, sentí una especie de sublime fascinación por el proceso de la muerte, que flota impersonalmente sobre todos los seres, pero que cae, fulminante como un rayo, en cuanto hundo el cuchillo en el pescuezo del animal. Como si en aquel momento nos uniéramos en celeste comunión Dios, el gato, el cuchillo y yo. Una sola sustancia comunicante. Una sola vida que pasa por todos a la vez y nos reúne en el acontecimiento. Más allá de eso, no fui capaz de abstraerme de mi pregunta inicial, así que el secreto del primer asesinato permanecía inaccesible. Pensé que para bajar al fondo del enigma debía repetir la acción tantas veces como fuese necesario con el fin de alcanzar un estado de amnesia. Olvidarlo todo para dejar de ser yo, para que mi problema no fuera conocer sino solo matar. Y, que en ese momento, se me revelaría. A eso me dediqué. Para que no se notara demasiado un descenso poblacional, iba a otros pueblos a capturar gatos, introducía nuevos, incluso los criaba. Buena parte del dinero de la pensión se me iba en los desplazamientos y en la comida para alimentarlos. Vivía rodeado de gatos dentro y fuera de casa. Los mataba siempre de uno en uno e iba introduciendo pequeñas variaciones en cada muerte. A veces los decapitaba y dejaba las extremidades, otras los abría por el vientre, otras les aplastaba la cabeza con un martillo de herrero. Para colocarme en todas las posiciones posibles llegué a desollarlos, cocinarlos y comerlos, ser yo el agente limpiador. Incluso, por agotarlo todo, por llevarlo hasta el final, por justicia, por saber qué se sentía, coloqué mi dedo anular en el tocón y lo arranqué de cuajo con la hachilla bien afilada. Indudablemente, me lo comí, royendo la escasa carne que tenía (no comerlo no habría sido consistente con mi investigación). Guardaba todos los huesos por mero placer de acumulación, como si fueran el salario por mi minucioso trabajo de verdugo. Olvidé casi todo sobre mí, menos la pregunta inicial. Por más que ascendía por toda la serie de los gatos asesinados, solo alcanzaba la propia curiosidad que me movió a la repetición compulsiva del acto. La génesis, el asesinato primigenio, me estaba vedado. Solo me quedaba el obsceno goce de la muerte y la delectación infame del consumo en cada repetición. Mi vida, convertida en una empresa de destrucción, estaba, sin embargo, atravesada de lleno por la vida. Pensaba en la muerte como un proceso y como un destino. Aquellos gatos no morían en el momento en el que yo los mataba, sus tejidos proseguían resistiendo a la descomposición total y, eventualmente, nos nutrían al resto de los seres. Seguían viviendo en nosotros. La vida renace constantemente, inunda con su abundancia nuestras almas divinas, pero se escapa por completo a nuestro entendimiento. No hay manera de poner orden en el caos de los motivos.

Tras varios años de aislamiento de todo lo humano (mis interacciones en el pueblo habían sido muy limitadas), el momento de esta comprensión coincidió con el fin de mi pensión. Cumplí ciertos años, el Estado se dio cuenta de que vivía como un parásito y, de un mes para otro, cortó mi subsistencia. Hube de trabajar para vivir. Como no tenía habilidades ni oficio de ningún tipo, (¿qué habilidades iba a tener, más que las de un carnicero?), estaba resignado a aceptar el primer trabajo que surgiera. Para mi fortuna, la zona era rica en pizarra y era relativamente fácil entrar a trabajar en las canteras que se dedicaban a su explotación, ya que no quedaba mucha gente dispuesta a hacerlo. Bastó hablar con un vecino que era encargado en una nave industrial de tratamiento. A los pocos días me colocaron como serrador. Si algo aprendí de mi ontológica experimentación es que aquello que te rodea entra en ti como un virus y modifica tu propio código hasta hacerte irreconocible ante el yo que un día fuiste. Tras largas jornadas de trabajo, de cortar piedra tras piedra y de pensar como piensa la piedra, terminé adoptando los modos de la piedra. Desaparecieron todas las preguntas y todos los problemas. No me quedó curiosidad ninguna. Trabajaba, comía y dormía. Cayó sobre mí el peso de miles de años de sedimentaciones y plegamientos, borrando toda huella de vida. Ni siquiera Dios piensa en mí ya. El recuerdo de mi monstruosidad es lo único que queda capaz de estremecerme.