El Evangelio según Tyler Durden

Esquizoanálisis de una gnosis reaccionaria en El Club de la Lucha.

“El Club de la Lucha se hace dos preguntas: ¿cómo franquear la línea del poder y cómo acabar con el sujeto massmediático?”. La formulación, por provocadora que parezca, es certera. No estamos ante una película nihilista ni ante una simple glorificación del caos, sino ante un texto de redención. Lo que se pone en juego es una forma de gnosis adaptada al malestar de la masculinidad posmoderna: una vía de salvación para el varón desencantado, precarizado, aplastado por el simulacro. El dispositivo no promete simplemente liberación, sino renacimiento: una salida de la Matrix que exige, como condición, encarnar al propio Tyler Durden.

En esta mitología, el demiurgo es reconocible: IKEA, el empleo alienado, el catálogo de cuerpos y objetos del capitalismo tardío. Lo que aparece como enemigo no es una figura personal sino una red de signos, un ambiente estetizado de pasividad y control. Frente a este mundo plastificado, el sujeto masculino es retratado como una figura desactivada, castrada, medicalizada, desprovista de deseo. La promesa de Tyler es precisamente una inversión de esa impotencia: despertar del letargo, romper la ilusión, volver a nacer, esta vez como guerrero. Pero este nacimiento no se produce en el terreno del deseo o del afecto, sino en el de la fuerza, el sufrimiento y la obediencia. La gnosis que ofrece Tyler no se transmite por el logos ni por el amor, sino por la técnica militar: golpes, resistencia, destrucción. Iluminarse es aprender a pegar, a resistir el dolor, a destruir sin piedad lo que en uno mismo recuerda la fragilidad.

En lugar de una liberación, lo que se produce es una captura más profunda. El yo desactivado por el capital no desaparece; simplemente es reemplazado por otro yo más duro, más puro, más violento. El sujeto que se creía alienado se convierte en el militante de su propia regeneración, guiado por la promesa de una autenticidad viril. El alma redimida ya no necesita salvación espiritual: le basta con llevar los abdominales de Brad Pitt. El cuerpo ideal es una máquina preparada para la guerra interna y externa, y su misión es erradicar cualquier resto de duda, ternura o dependencia.

En ese paisaje de acero y testosterona, Marla irrumpe como un virus. Es la figura herética, el resto que no encaja, la que no puede ser absorbida ni redimida. Su presencia es sentida como amenaza, como ruido, como obstáculo al programa de depuración masculina. No está allí para completar al héroe ni para acompañarlo en su cruzada, sino para interrumpir su relato. En la lógica de Tyler, lo femenino encarna la fragilidad, la alteridad, el apego. No hay lugar para la mujer más que como intrusión. El afecto es sospechoso, el vínculo es debilidad, la ternura es una trampa urdida por el sistema para mantener al varón domesticado. Lo que el Club propone no es una comunidad, sino un ejército. No hay deseo, sino mandato. No hay devenir, sino obediencia.

Así, la promesa de fuga que articula el relato se convierte en una estructura de delirio. La revolución que se enuncia nunca es colectiva ni deseante ni afectiva. Su forma es la cruzada, su deseo es la pureza, su método es la violencia. El enemigo ya no es el capital, sino todo lo que huela a ambigüedad, a feminidad, a incertidumbre. La redención que se escenifica no destruye al demiurgo, sino que lo reemplaza: en lugar del oficinista domesticado, el fanático musculoso; en lugar del yo anestesiado, el yo armado. Lo que se juega no es una emancipación, sino una restauración viril en forma de culto.

Frente a esta gnosis reaccionaria, cabe imaginar otra: menor, rizomática, sensible. Una gnosis que no busque el despertar para destruir el mundo, sino para habitarlo de otro modo. No un camino hacia la pureza, sino hacia la impureza. Una forma de conocimiento que acoja el error, el deseo, el cuerpo roto, los vínculos fallidos. Una que no necesite dioses ni héroes, ni manuales de entrenamiento ni programas de redención. Una gnosis sin Tyler, sin ejército, sin cruzada.

Quizá entonces, y solo entonces, podamos escribir nuestra propia fuga.