Chatarra cósmica

Encontrados dos artefactos de un culto cibernético del futuro.

Nadie sabe quién los instaló, ni con qué propósito. No aparecen en ningún plano técnico, ni en los archivos municipales, ni siquiera en las bases de datos obsoletas de urbanismo predictivo. Simplemente estaban ahí: bloques mudos, estructuras sin nombre, cuerpos metálicos que parecían haber dejado de funcionar hace décadas, si es que alguna vez funcionaron según parámetros humanos.

Había quienes los ignoraban como se ignora el mobiliario urbano, y quienes los rodeaban con cuidado, como si fueran artefactos de culto. Porque algo vibraba en ellos, algo que no podía reducirse a la oxidación, al desgaste, al abandono. Como si siguieran emitiendo una señal enterrada bajo capas de interferencia.

Los más ancianos hablan, con cierto temor supersticioso, de los sacerdotes técnicos. Figuras solitarias, vestidas con monos grises sin distintivos, que se acercaban a estas estructuras en silencio, realizaban gestos precisos, colocaban pequeños dispositivos en las rendijas, esperaban. Algunos afirmaban haberlos visto registrar leves fluctuaciones en el aire, como si el metal respirara. Otros hablaban de rituales sin palabras, de codificaciones que no tenían como fin la transmisión, sino la sincronía.

No eran hackers. Ni ingenieros. Ni artistas. Eran otra cosa. Restos humanos de una época donde el conocimiento se transmitía por ósmosis maquínica, donde lo técnico y lo místico se habían fundido en una forma de saber que desbordaba la función.

Durante un tiempo circularon mapas. No de ubicación, sino de afectación. Cartografías sensibles de la ciudad marcando los puntos donde los dispositivos alteraban la percepción. Algunos hablaban de sueños repetitivos tras acercarse demasiado. Otros, de interferencias en grabadoras analógicas, de voces sin origen, de luces que parecían surgir del hierro mismo. Una vez, incluso, alguien afirmó haber sentido una certeza abrumadora: “como si el objeto supiera algo de mí que ni yo mismo recordaba”.

Con el tiempo, se consolidó una hipótesis entre quienes practicaban esta arqueología del futuro: que estos dispositivos no eran meramente máquinas olvidadas, sino umbrales. Interfaces hacia una forma de memoria no humana, ni informática, sino mineral, atmosférica, casi tectónica. Que no almacenaban información como un disco duro, sino que condensaban acontecimientos, almacenaban intensidad.

Había una corriente que los llamaba criptoestructuras. No porque ocultaran datos cifrados, sino porque su misma presencia era un cifrado ontológico: una forma distinta de estar en el mundo. Otros, más audaces, afirmaban que eran naves. O fragmentos de una red distribuida que nunca llegó a encenderse del todo. O que sí lo hizo, pero en otro plano.

Lo cierto es que estaban ahí.
Y que seguían ahí.

Chatarra, decían.
Pero la palabra rebotaba sin adherirse, como si el objeto la rechazara.
Como si en su mutismo operara una paciencia más antigua que el lenguaje.
Una espera activa.
Una escucha.

Artefacto 1 Artefacto 2